se cayó y fui destinado a nacer en otro planeta,
con menos oxigeno,
y no lloraba.
Las espadas que tenía que llevar clavadas
en las piernas,
las soporte pidiendo la fuerza al mirar a un techo oscuro
en plena noche, pidiendo que saliera pronto el sol.
Jamás le eche la culpa a nadie,
ni a Dios, ni a esa cruz que llevaba Angela,
mi madre, esperanzadora siempre,
ni a los banquillos duros a los que me llevaba
algún domingo para estar cerca del palacio de los ángeles divinos.
Y desde el inferior físico,
desde la posición de una criatura de Tierra,
miraba a esos ojos de Jesús, y me elevaba a su altura,
a sus pensamientos para decirle:
Aquí tienes un amigo.
Y Dios no tenía la culpa,
ni de mis caídas a los cráteres de la inconsciencia,
ni de las estúpidas contiendas que se libraban en los hogares
y en los campos de exterminio.
¿Habia algo que hacia libre?
La ceniza de la vida rascada y quemada
contorneaba mis ojos,
luego la lluvia me elevaba a querer ser la fuerza que derrotaba
el dolor de este mundo,
tal vez por eso naci,
y Dios lo supo.
@Ava
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