El poeta que mordió tres
veces el polvo y ascendió al nirvana
Es un gesto de pureza cuando te rapas la cabeza
y las puntas de tus dedos perciben el flujo de tus pensamientos.
El cuerpo adquiere desnudez activa
con olor a jabón de piedra de rio.
Con ese sonido del piano medio enterrado en la playa de las catedrales sin
fieles
resuena la fuerza del corazón que se recupera en mi maltrecho cuerpo.
Mis uñas aún llenas de la tierra a la que me clave con chispa de vida
para no dejarme arrastrar por los cantos del suicidio de los cinco sentidos
abrasados y vendidos.
Lo decía, una y otra vez,
colgado de una percha en el lavadero de las marineras
desnudas,
y las miraba, y me perdía en el fondo de la tristeza que sentían por sus maridos
desaparecidos.
Y me caía, si,
no hallaba materia fija hasta volver a ser consciente que con cerrar los ojos podría
parar el destrozo que me causaba mi propio miedo.
Se lo decía a mi padre,
y al amor que no fue amor sino abandono de una buena mentira.
Se lo decía a mi propio reflejo,
y a una anciana que me preguntaba con nobleza si creía en la proeza que produce la
fe.
Y le respondía:
Señora, usted ve mis piernas, yo sus ojos cansados,
permítame que le dé un abrazo porque nos levantamos en silencio,
después de cada martirio.
Llamando a puertas, abriendo personas,
hubo un tiempo que hablabas con proverbios,
y de una energía que emergió hace dos
mil años de un rio y fue colgado años más tarde en Gólgota.
Y cuando te caes, si llegas a pensar, si llegas a traspasar tu cuerpo en
espacio y tiempo
a aquellos que intentaron justiciarles
el alma, pero no pudieron,
y se ensayaron con cuerpos y huesos.
Cuando llegas a pensar en tanto dolor impregnado en el flujo del tiempo
te haces valiente y aguantas,
y aunque muerdas la tierra y tragas el agua,
la lágrima del triunfo otorgada por el aguante
te permite seguir reinando con la fuerza con la que te conocen tus allegados.
@ Las Crónicas de Ava