Música clásica en la Acrópolis
Me disponía a entrar en el anfiteatro que se situaba justo debajo de la Acrópolis.
Era ya noche avanzaba, los concertistas aguardaban en el pasillo su entrada al escenario.
Una chica treintañera con cabello rubio recogido y vestido largo negro precioso como la noche me miraba y sonreía. Yo le respondí con una sonrisa de complicidad y para calmar su visible nerviosidad le daba un suave rocé en su espalda para mostrarle mi apoyo y que todo iba a salir muy bien.
Al entrar en el recinto la mayoría de asientos ya estaban cubiertos. Con mi acompañante tomamos lugar en las filas delanteras con una vista a altura de ojo con los concertistas. Al sentarme procure grabar en mi memoria el momento de tocar la piedra milenaria. La Acrópolis vigilaba a lo alto justo detrás de mi espalda.
Mil, dos mil, dos mil trescientos años… mis reflexiones viajaban en la máquina del tiempo hacia aquellos personajes de leyenda que emitieron sus palabras en este recinto.
Los artistas hicieron su aparición. Tomaron sus asientos y la chica dorada del encuentro fugaz en el pasillo parecía la más sonriente de todo el conjunto.
El señor de la barrita mágica hacia su aparición y como una gran ola todos empezaban a soltar sus aplausos y reverencias. Los focos bajaron su intensidad y un gran silencio sucedió el murmurar del público. Cientos de ojos observando, había poetas, carpinteros, coleccionistas de arte, artistas posibles y otros ya realizados. La mano del dirigente inició la apertura y los violines y chelos comenzaron enseguida con su enamoramiento mutuo.
Yo era un descendiente de los valles verdes celtas y me sentía como recién nacido en la cuna de Europa. Los ojos de mi acompañante buscaban continuamente mis emociones. Mi emoción se transmitía a través de mi piel. Una caricia de manos y la cultura se mezclaba con cierto intento de sensualidad. Una noche que me devolvió el amor perdido a lo clásico.